Cuando Cristina
del Valle regresó de Tinduf allá por el año 2002, convocó a una serie de
compañeras –entre las que me incluyo– actrices, cantantes y escritoras, nos
explicó la situación que se vivía en los campamentos de refugiados saharauis y
nos interesamos por la causa. Decidimos montar alguna acción que tuviera
repercusión mediática, pues por aquel entonces nos comentaban en cooperación
que el Sáhara era una causa desgastada debido a los 27 años de permanencia en
el exilio. Hablamos con la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui en Madrid y
con ellos pensamos que sería bueno poner más nombres y caras conocidas
ligados al tema del Sáhara, para que tuviera repercusión en los medios. Se
hicieron varias reuniones en casa de Cristina, con actrices, cantantes, escritoras
y periodistas, para que entre todas sacáramos una idea adelante. Un importante
número de mujeres de la cultura decidimos aprovechar las fechas de navidad que
se nos avecinaban para llevar juguetes a los niños y niñas saharauis, el
día 6 de enero festividad de los Reyes Magos. Dado que el Sáhara había sido una
provincia Española y muchos de ellos siguen conservando su DNI Español, la
idea podría ser interesante. Nos pusimos con los preparativos e hicimos una
grabación en DVD, en el que incluimos rostros famosos del mundo de la cultura, dando
datos concretos sobre el conflicto saharaui y adhiriéndose a la causa. Realizamos
una recogida masiva de juguetes en la plaza de Felipe II de Madrid y el video lo proyectamos por primera vez allí. Hicimos partícipes a toda la ciudadanía
para que vinieran a entregar juguetes, y a compañeros del mundo del cine y la
TV para recogerlos en una gran jaima, que situamos en la plaza
sobre un montón de arena simulando el desierto con una camella de cartón a
tamaño natural. Conseguimos patrocinadores y fletamos por tierra una caravana
de juguetes, mientras que en avión volábamos un buen número de artistas y
medios de comunicación hasta un total de 100 personas, rumbo a Tinduf. Una vez
allí fue curioso ver a los críos recogiendo los juguetes. Ponían caras
extrañas, no les interesaban ni los muñecos de Mickey Mouse, ni los juegos que les llevábamos. Su consumismo no había llegado a esos niveles, sus
verdadera diversión éramos nosotras, disfrutaban estando a nuestro lado. De las
mujeres saharauis aprendimos la verdadera solidaridad, amistad y compañerismo.
Lo que ellas llaman twiza y nosotras complicidad.
El 27 de febrero
de 1.976 se creó la RASD (República Árabe Saharaui Democrática), y por eso a uno
de los campamentos le pusieron esa fecha como nombre. Allí nos hospedamos y lo
visitamos. Alrededor de la escuela de mujeres gira todo el asentamiento. Las saharauis
estudian, tienen talleres de artes, labores, peluquería, y hasta cursos de auto-estima. Además de guarderías y cualquier cosa que necesiten para poder estudiar. Todos
los niños están escolarizados y cuando crecen, las madres consiguen
becas de estudios superiores en Cuba, España, Argelia y Libia, donde envían a
sus hijos y se desprenden de ellos a pesar del dolor que eso pueda causarles, para
que cuando Marruecos les devuelva su tierra puedan tener un futuro mejor. Las
mujeres han sido la columna vertebral del Sáhara, ya que mientras los hombres
luchaban en el frente, ellas organizaban los campamentos y distribuían la ayuda
humanitaria. De esa manera crearon una sociedad equitativa que cuenta con sus
diferentes ministerios, hospitales, colegios, huertos, sin olvidar el énfasis
que ponen en la cultura pues es lo que les hace ser cada día un poquito más
libres. La importancia de las mujeres en esta sociedad hace que se conviertan
en un verdadero ejemplo para todas nosotras, ya que con los mínimos recursos han
sido capaces de organizar un mundo en mitad de la nada. Viven el la Hamada
Argelina, un lugar inhóspito donde el desierto encuentra su mayor dureza. Todo
es piedra y grava mezclada con arena, las dunas más cercanas se encuentran a
tres horas viajando en todo terreno, -que aparte del camello, es la única
manera de desplazarse allí-.
El territorio
se divide en cuatro wilayas –campamentos o ayuntamientos–. Smara,
Aaiún, Auserd, y Dajla –Villa Cisneros en época Española–.
Los nombres son los mismos que las ciudades reales en el Sáhara Occidental,
para que cuando Marruecos les devuelva su tierra, los saharauis no hayan
perdido sus raíces y puedan volver a vivir cada uno en su ciudad. Además hay
otros dos campamentos más pequeños o subsidiarios: el 27 de Febrero –del que ya
hemos hablado antes– y Rabuni, –donde se encuentra el gobierno y
se utiliza para protocolo–.
Las wilayas
se dividen en Dairas –que son los distritos–, y estas a su vez forman cuatro
barrios cada una, numerados del uno al cuatro. Allí se sitúan las jaimas y casas
de adobe alrededor de un patio central, donde vive la población refugiada. Si decides
viajar a los campamentos y no quieres perderte, es necesario conocer también el nombre de la
madre de la familia.
El último día
de nuestra convivencia con los saharauis, hicimos un concierto por la paz en el campamento de Smara de música y poesía. Tuvimos una acogida estremecedora:
miles de niños y niñas saharauis llevaban horas esperándonos a la intemperie formando
un pasillo para recibirnos. Nos sonreían y cantaban en castellano –su
segundo idioma –, Bienvenidos queridos
amigos, mientras agitaban banderitas de la RASD.
El primer impacto con el Sáhara me proporcionó una cura de humildad que nunca olvidaré.
La escritora Dulce Chacón –vino con nosotras un año antes de emprender el
gran viaje–, me decía continuamente una frase que
incorporé inmediatamente a mi vida: “Siempre puede haber menos”. Cuando
estás en los campamentos esa frase la vas poniendo en práctica a cada minuto: Si
te parecía que dormir sobre una colchoneta era duro, al día siguiente ibas a
las dunas y allí dormías directamente en el suelo. Si te parecía que diez
mujeres viviendo en una misma jaima era mucha gente, en las dunas
dormías con cincuenta personas bajo el mismo techo de lona. Si el frío de noche
te calaba los huesos en una casita de adobe con puerta, otro día dormías en una
jaima inmensa y sin puerta donde la gente tenía que compartir
el saco de dormir para darse calor mutuo. Si el habitáculo que había como baño
con una simple letrina te parecía poco y mal, en otras jaimas ni siquiera
tenían eso y tus necesidades las hacías a la intemperie, pero eso si, con una sensación de
horizonte de trescientos sesenta grados. Dulce me repetía: “siempre puede
haber menos”. Cuando pasas un par de días en las dunas y vuelves a tu jaima en el 27 de
Febrero, empiezas a valorar todas aquellas pequeñas cosas que hasta entonces te
habían parecido escasas. Pero de aquel lugar tan alejado guardo la sensación de hacer Tai-chí al atardecer
en un mar de dunas, dando gracias al Sol.
Del viaje me traje más de lo que había dejado. El Sáhara se me había metido en el
corazón.
Tan sólo diez meses después, se celebró el primer Festival Internacional de cine del Sáhara
(FISAHARA) en noviembre del 2003 y volví. Fue impresionante contemplar a los
saharauis ver cine por primera vez y la proyección en una pantalla gigantesca
de 10m X 5m situada al aire libre, como techo las estrellas y como butaca nuestra
arena compañera. Recuerdo la primera peli que se proyectó: Nómadas del
viento, sobre los movimientos migratorios de las aves. Fue
increíble la dimensión que tomaron aquellas imágenes en ese marco incomparable,
las gaviotas parecían salirse de la pantalla y fundirse entre el cielo y las estrellas. En
la siguiente edición del festival de cine (marzo 2005), me metí de lleno.
Colaboré llevando la coordinación de los invitados y conseguí embarcar a otro
montón de artistas. Cuando surgió el siguiente viaje al Sáhara me enrolé sin pensarlo;
en esta ocasión se trataba de una marcha al muro de la vergüenza –creado por
Marruecos en el año 1.980 para dividir y aislar el Sáhara Occidental, en un intento
de frenar la guerra de liberación saharaui, Impedir el referéndum de
autodeterminación y poder expoliar libremente las riquezas naturales del
territorio–. Nos fuimos el 20 de mayo, que se celebra todos los años la primera
acción armada del POLISARIO –Único partido que les representa–. Ese fue el más
duro de todos los viajes al Sáhara que he hecho, pues durante doce o quince
horas diarias permanecíamos en el coche todo-terreno sin aire acondicionado atravesando
el desierto a casi 50º a la sombra. Íbamos camino de Tifariti –ciudad que se
encuentra en los territorios liberados–. En el camino paramos en Bir-lehlu –una
antigua dependencia militar– para coger más agua. El calor dentro del coche era
tan sofocante que el agua se convertía en caldo en pocos minutos. Los camiones
frigoríficos que esperaban al convoy necesitaban tiempo para enfriar el agua que
traían, y permanecíamos esperando tanto rato que nos parecían horas. Un día
mientras esperaba, decidí darme una vuelta por esa especie de colegio cerrado,
y en una de las habitaciones vi a una familia saharaui sentada tomando té.
Había una niña de unos cinco años a la que le pregunté si tenía agua. Ella no
entendía mi idioma así que se lo dije por gestos, enseguida me contestó que no
tenía y yo le hice el rictus de llorar de pena y me fui. Al cabo de un rato y
mientras seguía la espera a que abrieran los camiones, apareció la niña con una
botella de agua medio llena y por supuesto caliente. Me la ofreció y le dije: ¿Es
para mí?, ella asintió y me regaló una pulserita de goma de esa típica artesanía
que hacen ellas mismas. Le pregunté su nombre: Fatimetu –me contestó–, le di un
caramelo y un beso, –era todo lo que tenía– y se marchó. A los pocos minutos
abrieron los camiones y toda la delegación se abalanzó sobre las botellas de
agua como si realmente fuéramos refugiados. Cada vez que pienso en Fatimetu veo
más la necesidad de sacar a los niños y niñas de allí, en verano a través del
programa Vacaciones en Paz. Ningún niño debería estar expuesto
a esas temperaturas tan extremas.
En Diciembre del 2005 se planteó la idea de ver amanecer el año nuevo en el desierto.
Parecía algo más tranquilo y lo único que tenía que hacer era presentar la gala
de Noche vieja. Me enrolé y tuve tiempo para recorrerme el campamento y darme
cuenta de la cantidad de cosas nuevas que los saharauis han ido creando poco a
poco. Había restaurantes que ofrecían plato único: ración de pollo con patatas
y un par de bebidas: Meca cola o Mirinda. Me bañé en un Hammam recientemente
inaugurado y estuvimos recorriendo las tiendas de la calle principal de Smara y
un colegio para niños con discapacidad mental. Cuando llegó la noche de fin de
año, doscientas personas acudimos a la dunas y bajo las mismas inmensas jaimas de mi
primer viaje, nos tomamos las uvas al son de las campanadas que hacían sonar en
un deteriorado pianito eléctrico. A aquel viaje le han seguido unos cuantos
festivales de cine más, los últimos en el campamento de Dajla –el más lejano y
el que tiene menos recursos– y me quedo con la imagen de los niños corriendo
tras la polvareda que dejan los todo-terrenos formando convoy. El día que te
marchas esa imagen se hace más fuerte pues a medida que los coches avanzan, la
silueta de los niños y niñas cada vez va siendo más pequeña hasta que
desaparece. Como si la tierra se tragara poco a poco las
jaimas, las cabras, la gente… y llega un momento que no queda
ni rastro de Dajla, mientras la voz de los saharauis te martillea la mente: “No
nos olvidéis”. En ese momento ya sólo queda su recuerdo en una
nebulosa, como si todo hubiera sido sueño. Lo siguiente: La
T4, Barajas, Madrid. ¿Como es posible que estando tan cerca estemos tan
lejos?
Han pasado diez años más y todo sigue igual, 37 años resistiendo mientras el resto del
mundo mira hacia otro lado. Hace cuatro años decidí traerme una niña saharaui a
pasar los meses de julio y agosto conmigo. El martes pasado volvió a lo que será
su último verano en España –pues al no tener pasaporte, a partir de los 12 años
ya no pueden desplazarse. Literalmente “no existen” – y con ella toda la realidad saharaui se
hace nuevamente palpable; el sufrimiento en su cotidianidad y la normalización
del abandono por países y políticos implicados en un conflicto donde utilizan a seres humanos como moneda de cambio. Pero para las personas que hemos vivido esa
realidad, el conflicto saharaui tiene caras y nombres de los que nunca podremos
deshacernos pues se nos han metido en el alma: Fatimetu, Somalo, Ahmed,
Aminetu, Sheina, Sidahmed, Sahara, Hertru, Abdulá, Envoirik, Larosi;
Brahim, Nass, Nasija, Hira, Abdelaziz, Salka, Marian, Hamudi, Mariem,
Mohamed…
¿ Conoces a alguien que haya traído
algún niño saharaui a pasar las Vacaciones en paz?
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